Siempre he pensado que la liquidación de empresas se parece a entrar en una casa antigua que ha quedado vacía: las luces apagadas, el eco de pasos ajenos, documentos apilados como los recuerdos de quienes ya no volverán.
Ahí, en ese silencio donde la historia de la compañía parece haberse detenido, entra en escena un personaje discreto, casi solitario: el Liquidador.
No es un título rimbombante ni un oficio celebrado, pero es él —y sólo él— quien tiene la responsabilidad de cerrar el ciclo con dignidad jurídica y precisión técnica.
Cuando la Ley de Compañías, en su artículo 389, le entrega el mando, le está entregando también un legado, una responsabilidad y, muchas veces, un pequeño caos ordenado en carpetas.
Este es un relato sobre ese personaje, sobre lo que vive, lo que teme, lo que enfrenta… y sobre por qué su rol es decisivo en cualquier liquidación de compañías en Ecuador.
El Reglamento de Disolución y Liquidación (2021) lo define con sobriedad técnica:
administrar la compañía en liquidación, formular inventarios, levantar balances, convocar juntas, realizar activos, pagar pasivos (art. 21).
Pero lo que el reglamento no dice es cómo se siente entrar a una empresa donde los escritorios aún guardan la nostalgia de lo que alguna vez funcionó.
El art. 19 lo autoriza: la Superintendencia puede designar un liquidador externo cuando la disolución opera de oficio o por remoción del representante legal.
Recuerdo una tarde en la que acompañé a un liquidador designado de oficio a una bodega llena de maquinaria olvidada.
Me dijo:
“Aquí empieza siempre mi trabajo: tratando de averiguar qué existe, qué falta y qué valor tiene aquello que nadie ha movido en años”.
Ese es el comienzo real de muchas liquidaciones empresariales.
La junta general lo nombra, dialoga con él, acuerda honorarios (art. 24 del Reglamento), entrega información.
Es otra historia: el liquidador llega con un mapa, no a tientas.
Las puertas se abren con más facilidad, los libros aparecen más pronto, la colaboración fluye.
Hay una verdad que siempre sorprende a quien lee por primera vez el Reglamento: para iniciar, el liquidador debe inscribir su nombramiento en el Registro Mercantil.
Un trámite sencillo, sí, pero que hoy cuesta USD 50 y que el liquidador debe pagar de su bolsillo, aun cuando no tenga garantía de que la compañía podrá reembolsarle.
“Es como pagar la entrada a una obra donde uno mismo será el actor, el director y el utilero”, me dijo una vez un liquidador de oficio.
Y si no paga, el nombramiento caduca, como lo indican las reglas de inscripción.
La liquidación ni siquiera arranca.
El Reglamento, en su artículo 27, ordena que los administradores entreguen bienes, libros y documentos en un inventario inicial, dentro de 15 días hábiles.
Quince días.
Yo he visto liquidaciones en las que esos quince días se convierten en quince semanas.
Una vez, en una empresa comercial, encontramos los libros contables dentro de una caja que servía como mesa improvisada en la bodega del antiguo contador.
Otra vez, en una fábrica, los documentos estaban esparcidos sobre un estante metálico, cubiertos de polvo, como si fueran piezas arqueológicas.
Mientras tanto:
los acreedores presionan,
los juicios siguen,
los bienes se deterioran.
El liquidador, entonces, respira hondo, se arremanga la camisa y comienza la reconstrucción.
He visto liquidadores que, al no encontrar informes financieros, deben contratar un contador.
Y cuando hay procesos judiciales pendientes, deben contratar un abogado, pues las causas no se detienen sólo porque la empresa decidió disolverse.
En más de un caso, he escuchado al liquidador murmurar:
“Aquí no estoy liquidando solo una empresa… estoy armando un rompecabezas con piezas que alguien dejó tiradas hace años”.
Y sin embargo avanza, porque la liquidación legal requiere orden, técnica, paciencia.
El artículo 27 también ofrece herramientas: multas, responsabilidad civil, e incluso la posibilidad de que la SCVS designe un delegado para levantar un inventario alterno.
Recuerdo un caso en que esta última medida salvó el proceso:
los ex directivos habían dejado la ciudad, nadie sabía dónde estaban los inventarios y el liquidador caminaba preocupado, diciendo:
“Sin documentos, estoy navegando sin brújula”.
La intervención de la SCVS permitió completar el inventario y evitar un colapso completo.
El art. 20 del Reglamento establece quiénes no pueden ser liquidadores: personas sin capacidad civil, acreedores, comisarios, auditores externos.
Pero la verdadera capacidad no está en la lista.
El oficio exige:
firmeza ante presiones,
serenidad ante el conflicto,
orden frente al caos,
criterio administrativo,
intuición jurídica,
y un sentido profundo de responsabilidad.
Porque la liquidación no es solo técnica; es un territorio donde se juega la confianza.
No existe un registro público donde inscribirse.
El art. 19 permite a la SCVS designar liquidadores, sí, pero no hay un portal para postularse.
Un liquidador una vez me dijo:
“Un día me llamó la SCVS para decirme que había sido designado.
Y yo pensé: ¿Cómo encontraron mi nombre?
A veces, las liquidaciones te encuentran a ti, no al revés.”
El art. 21 del Reglamento y el art. 389 de la Ley lo dicen claramente:
el liquidador responde por fraude, dolo, negligencia y por violar la prelación de créditos.
Pero la letra fría no cuenta el verdadero temor.
He visto liquidadores caminar entre maquinaria cubierta de lonas grises, pensando:
“Si vendo rápido, dirán que vendí barato.
Si vendo lento, dirán que demoré los pagos.
No quiero equivocarme. No puedo equivocarme.”
Ese miedo, ese vértigo, acompaña cada decisión.
Muchos liquidadores conservan registros detalladísimos:
facturas, contratos, correos, inventarios, títulos de crédito.
No por obsesión, sino por supervivencia.
La responsabilidad pesa.
Cuando la compañía designa su propio liquidador:
hay colaboración,
hay acceso inmediato a información,
los bienes se identifican rápido,
los socios participan,
el proceso fluye.
Cuando lo designa la SCVS, puede pasar lo contrario:
puertas cerradas,
informaciones ausentes,
recursos inexistentes.
Es la diferencia entre navegar con brújula y a ciegas.
La liquidación empresarial no es sólo un trámite.
Es el último capítulo de una historia económica, humana y jurídica.
He sido testigo de liquidaciones que terminan con alivio y otras que terminan con cansancio, pero todas tienen un punto en común:
cuando se hacen bien, liberan a todos los involucrados.
En Liquidaciones Corp Ecuador, acompañamos cada paso con técnica, experiencia y humanidad.
No sólo cerramos compañías: ayudamos a cerrar historias con respeto, orden y seguridad jurídica.
Porque una liquidación bien hecha no deja heridas:
deja paz.